Si bien dicen que los recuerdos los vamos remodelando hasta casi convertilos en una fantasía que idealizamos, yo tengo vívido el del primer video clip que vi de Thunder hace treinta años (de los que hasta entonces sólo tenía conocimiento por mi cita mensual en el quiosco con Metal Hammer), el que daba título al disco: "Backstreet symphony". Ese Harry James que salía vestido cual director de orquesta, se subía a un atril y daba las instrucciones a los melenudos rockeros que tenía ante él. También recuerdo que al ver a Luke Morley en acción vestido con aquella chaquetilla blanca a juego con su Gibson me trajo a la mente una versión zurda de Steve Clark. La voz de Bowes, el ritmo de la canción…todo me parecía, como diría cualquier adolescente de la época, y yo era uno, "de puta madre, tío". Ese descubrimiento, como tantos otros, se los debía al hermano de una amiga de instituto, uno de los heavies de mi pequeña ciudad natal que además de contar con una buena discografía y ser un tipo con el que daba gusto tratar, en su casa tenían antena parabólica, algo muy poco habitual en la gran mayoría de hogares de por allí. Así pues, nos grababa cintas vhs de tres horas (como las clásicas Sony E-180) repletas de video clips.
Tras ver el vídeo el siguiente paso estaba claro: A por el disco. Claro que eso ya era un poco más complicado, principalmente por temas económicos. Ahorrar para comprar vinilos y comprarlos con cuidado era una tarea que no se podía hacer con ligereza. Pero hasta que ahorrara y pudiera comprarlo, me lo grabarían en una cinta (y ahora es bastante posible que la realidad tenga un glaseado de ficción si digo que compré una TDK de cromo, de esas que uno usaba cuando un disco merecía un trato especial).
El goce que proporcionaba la incansable escucha de aquella cinta tenía el aliciente de que por entonces todavía había tanto que descubrir que cuando uno escuchaba los guitarrazos de "She’s so fine", o se dejaba llevar por el contagioso "Na na na na-nana" de "Dirty love", no tenía que compararlo con nada. No era la edad de analizar la música fríamente ni de utilizar palabras como delicioso, clásico, o hablar de Danny Bowes como un heredero de la clase y elegancia de Paul Rodgers. Era la hora de ser sólo visceral, de sentirse poseído por la electricidad y canturrear estrofas como "I don’t wanna spend my whole life in this town" de "Higher ground", que se traducía con el diccionario de bolsillo y se cantaba con la insolencia propia del lado más rebelde de la adolescencia.
El disco transmitía ganas de fiesta, de evasión, escuchando temas como "An englishman on holidays" y "Gimme some lovin’" (sin tener ni idea de que no fuera un tema propio aunque lo hicieran sonar como tal) o de desmelenarse con el ritmo acelerado de "Girl’s going out of her head" o "Distant thunder". Pero entre tanta energía, incluso aunque uno jugara a ser el rockero más duro del lugar se emocionaba con "Until my dying day" o "Love walked in". El trabajo en su conjunto estaba perfectamente equilibrado y mostraba a un grupo joven, con la intención de estar en esto para divertirse y hacer que tú sintieras lo mismo, misión que cumplían de manera sobresaliente.
Treinta años después todos hemos cambiado, el mismo grupo lo fue haciendo hasta ponerse más serios en la que sería su primera despedida con "Giving the game away", y seguro que todos encontramos ahora más matices a las canciones, pero "Backstreet symphony" sigue siendo el bálsamo perfecto para olvidarse de la realidad y recibir una dosis de energía y felicidad que sólo la música tiene la capacidad de conseguir, con independencia de las veces que hayamos recurrido a un disco como este.
Alberto H.S